Una tarde casi victoriana

La lluvia arrastra las plumillas de mi viejo auto verde. Siempre he tenido temor de manejar en la carretera y ahora con la tempestad furiosa que cae sobre el parabrisas, mi miedo primigenio a ahogarme aparece como un mal presagio.

Para llegar a casa debo cruzar las montañas por una vía salida del tiempo, que parece una puñalada mortal en medio del cuerpo en un gigante de roca.

Odio escuchar la radio, cualquier voz podría distraer mi concentración quirúrgica y podría ir a parar en el abismo.

Manejo lentamente y pegada al volante, esto me da la sensación de que me encuentro encapsulada contra el auto, blindada, nada me puede pasar. Aveces cuando los estímulos externos son muy fuertes solamente me dejo ir, como si me durmiera después de un día agotador, como si mi cuerpo se desconectara simplemente. Dejo de sentir miedo, solo miro desde afuera como un espectador imparcial mira el desastre.

La carretera está vacía, o es lo que puedo percibir a 10 metros de distancia donde la neblina no es tan espesa. Poco a poco me tranquilizo y dejo de sentir frío. El auto se siente resbalar por el asfalto suavemente. Hasta me atrevo a encender la radio pero no hay señal, solo estática.

No es una vía totalmente deshabitada. En el trayecto hay una universidad y un cementerio, luego poco a poco aparecen algunas casas. En total, el camino es de hora y media, eso me dice el GPS. Prefiero siempre la voz monótona de esa española que controla mi avance. La lluvia es más gentil ahora y la neblina va haciéndose menos densa.

Veo la figura de una mujer en el cruce de vías. No me sorprende demasiado. Ella va caminando unos pasos hacia la salida del cementerio. Son las 6:34 de la tarde. Trato de ser gentil cuando paso a su lado para no salpicarla, pienso en recogerla, es una mujer como de 40 años, bonita, podría ser una madre, no se porque lo pienso. Tiene un vestido negro con manga 3/4 hasta debajo de la rodilla, zapatos negros de tacón grueso a juego y un chal negro sobre los hombros. Pienso en una mexicana de 1910, con la falda algo más corta. La veo pasar nada más. No tiene frío y su expresión es serena, como si su cuerpo se hubiera desconectado de la sensación de frío, de la lluvia, de la soledad en la carretera.

Empiezo a sentir las manos entumecidas en el volante, escucho un rugido y huelo a llantas quemadas, de pronto recuerdo todo.

Escucho llantas quemadas. Veo un rugido. Esa pobre mujer ha chocado su auto verde contra el concreto. Minutos después de mirarme a los ojos mi cuerpo se ha conectado de nuevo.

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